La tentación de penetrar en el pasado, ya sea a través del túnel del
tiempo o mediante aeronaves de ciencia-ficción capaces de superar la
velocidad de la luz, no es nueva. Pero Mark Twain no quiso hacer alardes
científicos (para él «la transposición de épocas y cuerpos» es sólo un
pretexto), sino un relato humorístico, empapado de sátira social y
política, como es habitual en él. Las institucines monárquiucas,
eclesiásticas y caballerescas reciben un buen repaso, y los personajes,
un tanto grotescos y caricaturizados, a la vez que nos divierten con su
comicidad irrresistible, nos sitúan frente a la desconfianza del autor
ante ciertos valores morales tenidos por inamovibles.
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